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Aislamiento, duelo y negación

  • Foto del escritor: Daniel Oropeza
    Daniel Oropeza
  • 14 nov 2020
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 16 nov 2020






I


Despiertas con miedo. Has soñado que te falta el aire y el rostro. Miras al techo: color liso, blanco hueso. Enciendes el televisor y solo oyes malas noticias. Lo apagas. Preparas café, te bañas y bajas el bote de basura. Calles desiertas. Negocios cerrados. Mañana de

cuarentena corriente, piensas. Revisas el teléfono y dos mensajes de WhatsApp desde Venezuela: «Ha fallecido tu abuela, hijo. No tenemos dinero para enterrarla». La noticia te desarma. Lloras.


Hoy es extraño. Tal vez porque llueve y tal vez porque la mañana terminó como una película de Hitchcock. Porque todo te duele. Porque no te sale nada. Porque también sientes miedo. Te preguntas si esto debía ser así, de esta forma, o si existió alguna remota posibilidad de ser distinto. No lo sabes. Te armas de valor y haces la llamada que no quieres hacer. Porque duele.


—Hola, mamá… lo lamento mucho.

—Hola, hijo. Te estuve llamando toda la mañana para contarte. Estoy en casa de tu abuela negociando con la funeraria.

—¿Sabes cuánto será lo del entierro?

—Hay que esperar la cotización.

—Bueno, me avisas. Acá tengo unos ahorros.

—Gracias, hijo. Te aviso.


Cuelgas y sientes que hablar por teléfono te alivia y que de repente quieres hablar con todo el mundo. Sientes la necesidad de desahogarte. De llorar a lágrima viva. De contar a los demás el dolor que sientes. De gritarlo. Parece que la voz recobra importancia en estos días. Más que el texto. La voz de los demás, que protege, que sana, que acuna.


Al final del día te sientes agotado, cómo si un camión te hubiera pasado por encima. El confinamiento te pone al límite. Pides comida a domicilio y esto transforma tu humor. Te alegras por algo que creías que tenías garantizado. Eso te hace pensar. Cómo se modifican las prioridades. Las pequeñas alegrías ante problemas que no imaginabas que podías tener. Encontrar a alguien que te lleve la comida te resulta hoy más importante que cualquier libro o película que pudieras ver o escribir. Te sientes afortunado.


II


Al día siguiente despiertas con mejor humor. Esta vez, no hubo pesadillas. Respiras. Revisas el teléfono y encuentras tres llamadas perdidas. Era mamá. Te levantas, haces café y sacas el bote de basura. Piensas en lo aburrido que se ha vuelto todo y en lo mucho que cambiarán las cosas una vez levanten las medidas de cuarentena. Miras las noticias y ya empiezas a no entender nada. Todo está revuelto. Casos de corrupción, muertes, protestas, monos escapando de un laboratorio, nuevos síntomas asociados al virus. La rapidez con la que sucede todo hace que los tiempos se mezclen. Ya no sabes cuantos días llevas en casa.


Desde que inició el confinamiento, el día se va entre clases virtuales por la mañana y conferencias sobre PMI en la tarde. Llamadas, lives, meetings… en el fondo acabas teniendo menos tiempo que antes. Esto también es vida social, piensas, aunque dentro de la casa. Sientes algo de consuelo pero sigues extrañando los encuentros con amigos, las salidas al cine, las clases de música, la compañía de los estudiantes.


Llamas a Venezuela para hablar con mamá. Nadie contesta. Esperas un rato y vuelves hacer la llamada. Contesta una voz que no reconoces a la primera.


—Aló, mamá… ¿Cómo van las cosas?

—Aló, sobrino. Es tu tía Rosa. Tu mamá está ocupada. Tratando de resolver unos papeles

que hacen falta para cremar a tu abuela y que ahora le están cobrando.

—Pero… ¿Qué papeles? ¿Cómo que le están cobrando por unos papeles?

—No sé muy bien el asunto. Hay que esperar que tu mamá resuelva.

—Bueno pero me avisan. Estoy pendiente.

—Sí, sí… apenas ella llegue le digo que te devuelva la llamada.

—Está bien, tía.

—Bueno, chao. Te dejo.

—Chao.


Te despides y no entiendes nada. Te preocupas. Quieres estar allá. Ayudar. Abrazar a mamá y llorar con ella. Compartir el duelo. Estar cerca de las personas que amas. Entiendes que lo mejor que puedes hacer es tomar distancia y enviar dinero para los gastos de la funeraria. Que mejor ayudas estando aquí. Lejos. Rompes tu propio silencio. Lloras. Un día a la vez, te dices.


III


A la mañana despiertas y piensas en lo tarde que vas al supermercado. Es jueves. Hoy le

toca a los hombres salir según las autoridades sanitarias. Dependiendo del último numero de cédula o pasaporte sabes a que hora te toca desplazarte por la ciudad. Es el momento más emocionante que se tiene durante la semana. Un privilegio de los dioses. Te alistas y sales del apartamento. Son unas pocas cuadras, así que te vas caminando. La mascarilla es obligatoria. La distancia social también. Al entrar al supermercado te verifican con un aparato que mide tu temperatura corporal. Te escanean. El aparato muestra 35 Cº. Sigues adelante. Te sientes como en una película de zombis, por la voracidad con que la gente toma los pocos productos de limpieza. Compras las pocas cosas con el dinero ahorrado y sales apresurado a casa. Si te pasas de la hora establecida te llevan preso. No quieres pasar por esos estragos. Apresuras el paso de vuelta a casa.


Es la tarde. Recibes un mensaje al WhatsApp: «Llámame cuando puedas, por favor». Es

mamá. Llamo enseguida.


—Hola, mamá… ¿Qué pasó? ¿Cómo estás?

—Hola, hijo. Bien. Ya cremaron a tu abuela. En una semana nos dan las cenizas. Fue lo

más barato que conseguimos negociar. Enterrarla salía muy costoso.

—Entiendo pero te dije que podía enviarte algo de dinero.

—No, no. Tu no estás trabajando y yo no quería que te preocuparas por los gastos. Lo

importante es que ya resolvimos.

—Bueno, sí. ¿Y cómo está mi tía?

—Triste. A ella le ha pegado bastante porque era quien estaba día y noche con tu abuela.

—Sí, entiendo.

—Bueno, hijo. Solamente quería decirte eso, que ya habíamos resuelto y que ya no te

preocuparas.

—Ok, mamá. Lamento no estar allá con ustedes.

—No te preocupes. Ya nos volveremos a ver. Te dejo, hijo. Tengo que ir a ver a tu tía que

está sola en la casa de tu abuela.

—Está bien, mamá. Saludos a mi tía. Los amo.

—Chao. Te amo.

—Chao.


Te asomas a la ventana: cielo gris. Parece que va a llover, auguras. Ves a la vecina con mascarilla paseando al perro y a otro vecino sacando la basura. Es la excusa que tenemos los pobres para salir un instante al día, piensas. Te fijas en los rostros de los desconocidos, en el diseño de las mascarillas. Todos se miran con un recelo insólito. Una solidaridad paradójica. Al fondo, escuchas al reportero decir que ocho personas han fallecido a causa del virus. Lamentas aquellas muertes. Por alguna razón, estos días has pensado mucho en esas familias que no pueden ver a sus muertos. Que no pueden abrazarse y que probablemente, no tengan siquiera una imagen del final. Piensas en ese duelo sin cuerpo y sin imagen. Piensas en esa imposibilidad de no poder compartir el dolor con los demás. En la soledad confinada del duelo. Niegas que esto te esté pasando a ti.


IV


Mañana levantan las medidas de cuarentena. Así lo ha anunciado la ministra de salud. No sabes si celebrar o lamentar la decisión. Los casos siguen aumentando. Tampoco nada parece evitar que la gente se siga contagiando. El gobierno llama irresponsables a sus ciudadanos. Los ciudadanos llaman irresponsable al gobierno. Todos tienen razón.

Mientras, la corrupción no para, como el virus. Al menos, reconoces algo bueno de todo esto: la creatividad de la gente. El confinamiento ha puesto a prueba la inventiva de los ciudadanos. De sus capacidades para hacer frente a la crisis y sobre todo, para anteponerse a los desafíos que vienen. Hoy más que nunca, a pesar de la abrumadora, urgente y trágica realidad de la que somos cautivos espectadores estos días, tienes la incómoda sensación de disponer del tiempo pero no de la inteligencia para descifrar lo que ocurre a tu alrededor. El tiempo va deprisa. La pandemia te ha hecho valorar lo que de verdad importa y sobre todo, que cosas merecen realmente la atención. Piensas en los beneficios del confinamiento. En lo mucho que has trabajado estos días. En los proyectos que has canalizado para el futuro. No todo es tan malo, te dices. Hay cosas buenas sucediendo a pesar de todo. Eso te alegra.


Suena el teléfono. Es Gabriel, un viejo compañero de estudios. Hace mucho tiempo que no sabes nada de él. Eso te alegra y te sorprende. A menudo este tipo de llamadas siempre vienen con alguna mala noticia. Esperas que no sea así. Contestas.


—Hola, chamo. ¿Cómo estás?

—Dan, chamo. Bien ¿Y tú? Hace rato que no sé de ti.

—Bueno, bien. Saliendo de la cuarentena. Llevamos cuatro días.

—Verga. Acá la extendieron 30 días más. Una locura.

—Sí, marico. Me imagino esa locura. No quisiera vivirla.

—Te llamo porque me enteré lo de tu abuela. Lo lamento mucho.

—Sí, hace un par de semanas que falleció. Estaba muy mayor y enferma.

— ¿Y cómo está tu mamá?

—Bueno, bien. Mucho más tranquila. Lo más espantoso ya pasó, que era lidiar con los

gastos. Tú sabes más que nadie como es ese asunto allá.

—Sí, bueno. Lo entiendo. ¿Y tú qué? ¿Cómo van las vainas por allá?

—Difíciles, amigo. Tres meses sin poder trabajar. Sin contrato. Acumulando deudas. No ta fácil la vaina. Aunque bueno, he tenido tiempo de terminar algunas cosas.

—Algo bueno a pesar de todo. Acá las cosas empeoran. Sin gasolina. Llevamos semanas

sin agua y ahora con este tema de la pandemia.

—Que desastre. Maldito comunismo, amigo.

—Bueno, Dan. Esperemos que las cosas mejoren. Te dejo.

—Hasta pronto, Gabo. Gracias por llamar.

—Dale. Hablamos.

—Chao.


En alguna circunstancia crítica de la vida, Gabriel fue un amigo fundamental para no acabar aventándome por la ventana. Eso lo agradeces. Nada puede sustituir las buenas amistades. Las reales. Las verdaderas. Las que escuchan. Pienso en eso a menudo. Casi nadie quiere escucharse. Se habla demasiado pero no se escucha. Y no hablemos del silencio, un delito. Estos días donde el confinamiento ha puesto sobre la mesa la discusión sobre la naturaleza humana y sus prioridades, pienso en el mundo que tendremos después de esto. En el mundo que vendrá. En lo que dejaremos y que ya no será igual. Seguro que pronto nos acostumbraremos. Pero algo habrá cambiado. Tal vez para siempre. Eso es lo que realmente te angustia. Por supuesto, la muerte y la enfermedad. También la crisis que se nos viene encima.


Pero más secretamente esto: que el mundo no vuelva a ser igual. Que algo de lo que somos se haya perdido para siempre. Es a eso a lo que más temes.


A un mundo donde se te haga más difícil habitar.

 
 
 

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