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  • Foto del escritorDaniel Oropeza

Yo soy compositor, de Arthur Honegger (1892 - 1955)

Actualizado: 8 ene 2020



Yo soy compositor (1952), es uno de esos libros que obligatoriamente se debe leer cuando te formas como compositor. Fue una lectura importante para mí y cuya lectura recomiendo ampliamente a todos aquellos que quieran o piensan dedicarse a este oficio. Ahora que tomé la decisión de releerlo, rescato algunas reflexiones que me resultaron interesantes en su momento y que ahora toman un matiz diferente, considerando el panorama de la composición actual en nuestros países latinoamericanos. Dice Honegger:


La composición musical es entre todas las artes, la más misteriosa (...) se puede aprender viendo trabajar a un pintor o escultor, e igualmente un escritor puede dictar sus libros; trabajan ante testigos; pero en el instante en que un músico concibe una obra para orquesta o de cámara, en el momento en que compone, está en tinieblas (...) y absolutamente solo, debe terminar completamente la partitura antes de poderla oír. El pintor y el escultor tienen la facultad de comparar su modelo con la transposición que realizan, se les ve retroceder, confrontar, retomar el pincel o el cincel y corregir un defecto (...) para los músicos es imposible verificar antes de la primera audición, cuando queremos rectificar es demasiado tarde.

La composición es un oficio duro, lleno de obstáculos, del que no se puede vivir plenamente. Muy pocos tienen ese privilegio. A pesar de ello, los compositores intentamos sobreponernos a nuestra propia existencia. Componer es cuestionarse la vida. Todo el tiempo. Pero también es un acto de rebeldía, de oponerse constantemente a la complacencia, a la comodidad. No se escribe para complacer. Eso es un error. Componer es descomponer, una y  otra vez. 


El compositor contemporáneo personifica la actividad y preocupación de un hombre que se dedica a fabricar un producto que nadie quiere consumir; y es, desafortunadamente, en esta sociedad muy moderna en prácticas y usos tecnológicos y por lo mismo e inexplicablemente, de gustos musicales anacrónicos, una especie de intruso que quiere imponerse en una mesa a la que no ha sido invitado. Y para colmo, después de culminar su partitura con buena dosis de talento, todavía depende de un buen intérprete que entienda y guste de la música contemporánea y de una edición aceptable que seguramente no podrá pagar de su bolsillo, por lo que, además, necesita manejar estrategias del marketing moderno para promocionar y difundir su obra.


Afortunadamente, hay en la música una gran parte de magia, no es comparable a ningún otro arte; nuestros antecesores eran prudentes cuando excluían de la "Bellas Artes" a la música. De un lado la música y del otro lado, la pintura, la escultura, el grabado, la arquitectura. A pesar de las leyes tomadas a la tradición la música contiene una parte de milagro.

Ese milagro del que habla Honegger es desde luego uno que no se puede explicar con las palabras. Con cada obra escrita se renace, se aprende, se empatiza. Con el mundo, con el intérprete, con el oyente. Al fin y al cabo, escribimos música; sí, primeramente para nosotros y en segundo lugar, para los demás. No se escribe música para archivarla en un gavetero. Se escribe para decir algo, en menor o mayor medida, sobre este mundo, sobre el espíritu de la época que nos acontece, y eso lo convierte en una labor noble pero ardua. 


El oficio de compositor tiene la distinción de ser la actividad y la preocupación de un hombre que se esfuerza por elaborar un producto que nadie quiere consumir. Componer no es una profesión. Es una manía, una forma suave de locura.

He citado parte muy breve del testimonio de uno de los compositores europeos más trascendentes del siglo XX, como ejercicio de reflexión, de la experiencia de un gran artista, el misterio de la composición musical.


Por todas las razones anteriormente comentadas y otras razones de peso, es tan importante en nuestros países, la creación musical y el desarrollo de una política de apoyo económico al compositor que le permita pagar al intérprete los honorarios dignos y motivadores para la interpretación y grabación adecuadas de las obras musicales, dejando así un testimonio impreso y expreso (de expresión) de su obra, que pueda garantizar su trascendencia en el tiempo y en la historia sin la dependencia permanente y limitante de un eventual intérprete.


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Honegger, A. (1952). Yo soy compositor. Buenos Aires: Editorial Ricordi Americana

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